sábado

Y uno se acostumbra
a ver el sol
siempre desde abajo,
las nubes,
siempre desde abajo,
el paso de los exhaustos,
el andar de los torpes,
de los imprudentes,
de los con corbata,
de los sin corbata,
de los descalzos.
Los edificios,
los cubículos dentro de ellos,
los hartazgos,
el cemento,
el despertar de un hombre
en el banco de una plaza.
Los aviones y los pájaros
que vienen y van,
quién sabe dónde,
y quién sabe dónde van
todas las cartas sin escribir.
Y uno se acostumbra
a ver las tormentas
siempre desde abajo,
las casas de madera,
de chapa, de barro,
de resistir humano,
cotidiano.
Las primeras gotas del día,
los árboles y su inmensidad,
unos ojos
que preguntan mil cosas
que no sabemos responder,
que no podemos evitar.
Los balcones,
siempre cargados de historias,
de plantas,
de colillas de cigarrillos
o de mirones;
las veredas,
que ahora son
de las hojas que las visten
de todos los colores del atardecer.
Y uno se acostumbra
a los rostros cansados
después de la larga jornada laboral,
los pasos pesados,
las luces de los faroles
como amenazantes esta vez.
A las mujeres que callan,
resisten, duelen,

desaparecen,
sangran, mueren,
en tortuosos silencios,
en los días de siempre,
en los ojos de todos
y de nadie.

A escuchar día a día
la muerte como cifras,
padres con el grito roto
y un hijo destrozado
entre sus brazos, en Palestina
y en el mundo que no vemos.
A los 43, 44, 45, 46
30.000
gargantas aguerridas
que quisieron enmudecer, 
que quisieron enterrar,
sin saber que despertaron
muchísimas más.
Y uno se acostumbra,
a mirar siempre desde abajo
la luna, el cielo,
los trajes, las calles
las ropas sucias,
el barro, el llanto,
los autos, los relojes,
los besos, los bostezos,
los adornos, los excesos,
el hambre
en la puerta de un supermercado.

Y uno se acostumbra
a lo que se puede asaltar
despellejar
arrancar
desencadenar,
hasta construir
costilla por costilla
de nuevo el mar
de nuevo el océano
de nuevo el fuego
necesario
para armarnos,

para amarnos.
Konstantin Naumov